Mariela era por entonces una veinteañera morocha de ojos verdes, tetona y con cinturita de avispa entre cuyos ex novios figuraban rugbiers, futbolistas y hasta un corredor de rally (sólo por esas pequeñas cosas tenía que ser mi amiga, claro).
Juan Pablo era un veinteañero morocho cuya cara no se podía ver bien a causa de la barba, los granos y las ojeras entre cuyas ex novias figuraba alguna que otra gordita calentona de pocas luces y, tal vez, una solterona amargada con ganas de carne joven.
Juan Pablo, por supuesto, deseaba cogerse a Mariela y Mariela, por supuesto, deseaba que Juan Pablo desapareciera de la faz del planeta (o al menos, del boliche donde estaban).
Y como suele ocurrir en estos casos, terminaron en la cama esa misma noche.
Pero eso no fue todo. Unas semanas después, en un asado de no sé quién, apareció Mariela de la mano de Juan Pablo. Y ya unos dos o tres meses después de conocerse, estaban oficialmente de novios, lo cual representó un misterio para todos los amigos, amigas, parientes y conocidos de Mariela, ya que todos habíamos supuesto siempre que terminaría como una princesa botinera tomando daikiri en la piscina de la mansión de su esposo.
Sin embargo, había una explicación (y no, no es que Juan Pablo la cargara).
Resulta que Mariela, unos días después de conocer a Juan Pablo, fue a la farmacia y compró no sé qué crema para los granos y se la puso a Juan Pablo. Por raro que parezca, la crema funcionó y de golpe asomó un rostro humano detrás de la mata de pelos y cicatrices rojas que constituían el rostro de Juan Pablo. Pero también, Mariela agarró unas tijeras y le rebajó los cabellos a Juan Pablo, al tiempo que lo afeitó con mucho cuidado dejándole una linda chivita que lo hacía parecer menos teenager.
Más adelante, cuando Mariela ya se quedaba a dormir en lo de Juan Pablo y tomaba mates con la madre, el placard de Juan Pablo fue requisado por mi amiga, tras lo cual varios calzoncillos agujereados y remeras que sólo le hubieran servido a Cindy Lauper en noviembre de 1984, fueron arrojadas a la basura para dar lugar a Calvin Klein y Levi’s.
Poco antes de irse a vivir juntos, Mariela se enteró de que Juan Pablo, quien a duras penas había terminado la secundaria en alguna escuelucha municipal, había intentado entrar a la policía. Pero en la revisación médica le dijeron que tenía pie plano y que no podían aceptarlo, por lo cual Juan Pablo regresó a su casa a comer bife a la plancha hecho por su madre, dormir siesta y después patear un futbol toda la tarde.
Mariela lo mandó a dos hospitales, a un médico amigo y a un estudio de abogados hasta que al final, y con mucho kilombo, dejaron que Juan Pablo entrara a la policía.
Pero no duró mucho ahí, porque un tío de Mariela le ofreció a Juan Pablo un puesto de cadete en una agencia de turismo medianamente importante. Mariela empilchó a Juan Pablo como si fuera el ejecutivo principal de la empresa y no un pelotudo inservible que todos los días deposita plata en el banco. Y funcionó.
Con esa facha (y ya con cierta seguridad y confianza que agarró de tanto salir y conocer gente arrastrado por Mariela) le ofrecieron un trabajo mejor pago y con más responsabilidad.
Y entonces Mariela hizo cuentas y decidió que ya era hora de que vivieran juntos, así que dejó Psicología y consiguió de su tío un laburo en un estudio jurídico. Y se fueron los dos a un departamentito diminuto, sin lavarropas y con heladera prestada.
Poco después, Mariela tuvo que aumentar sus horas de trabajo para poder pagar a tiempo todas las cuentas. Juan Pablo tuvo otro aumento y empezó a trabajar todo el día, así estuvieron un poco mejor económicamente, pero Mariela tuvo que dejar de verse tanto con sus amistades porque ahora tenía que trabajar el doble en la casa.
Y tiempo después, Juan Pablo era un dandy con corbata que compraba perfumes importados y se escandalizaba si Mariela compraba un detergente caro. Y Mariela compraba cada vez más criollitos y lloraba a veces sin saber porqué y me llamaba a las 2 de la mañana para decirme que no aguantaba más y que iba a cortar con Juan Pablo (cosa que, por supuesto, nunca ocurría).
Hasta que finalmente, Mariela y Juan Pablo cumplieron 30 años.
Mariela se miró al espejo y vió que su cintura ya no existía, que sus tetas no estaban tan firmes como antes, que sus ojos estaban cansados y que su piel necesitaba capas de base y cubreojeras para parecer la piel de una mujer de 30.
Juan Pablo se miró al espejo y vió a un treintañero que ya sabía cómo peinarse, afeitarse, vestirse y hacerse el picante para que lo miraran todas.
Y una de las que lo miró fue Laura, una rubia desabrida y pelotuda como la mayoría de las rubias, que al lado de una mujer como Mariela hubiera sido insignificante…si hubieran tenido la misma edad. Pero Laura tenía 21 años. Y trabajaba sólo seis horas por día en la empresa de Juan Pablo mientras que el resto del tiempo se lo pasaba hueveando, comprando ropa y probando esmaltes de uñas.
Juan Pablo entonces se enfrentó, por un lado, con una rubia pelotuda de 21 años que se pintaba las uñas de 10 colores diferentes mientras miraba a Rial o Pettinato y, por el otro con una treintañera ojerosa que vivía enfurruñada porque no alcanza la plata y se lastraba 10 facturas mientras miraba a Rial o Pettinato.
Y Juan Pablo eligió lo que cualquiera en su situación -hasta Mariela- hubiera elegido.
Después del gran bolonki de llantos, gritos, arreglos económicos y pastillas calmantes, Juan Pablo se fue con Laura a un departamento de dos habitaciones y Mariela se fue a su casa con su madre.
Por supuesto, todas las amigas de Mariela que se habían resentido por cómo se había borrado mientras estuvo con Juan Pablo, reaparecieron por unos días para decir, palabras más palabras menos, que ella tenía la culpa de todo.
Ella lo había criado, lo había convertido de Ceniciento en Príncipe mientras ella pasaba de Princesa a Patito Feo.
Y Mariela, con sus casi 15 kilos de más y su mamá despotricando contra los hombres todo el día, terminó bajando la cabeza y aceptando que era su culpa. En sus ratos más filosóficos llegó a formular la siguiente sentencia: “Los hombres ven una mina y les gusta por lo que es, nosotras vemos un tipo y nos gusta por lo que puede llegar a ser gracias a nosotras”.
Yo le decía que, en el fondo, lo que definía a una persona como femenina o masculina es la presencia o ausencia del deseo de cortarle el pelo al otro. Y eso también se aplica a los gays, pero Mariela no se reía.
Durante un tiempo se transformó en un radiador de tristeza, soledad, fracaso y desolación. En sus estanterías, Simone de Beauvoir y Marguerite Yourcenar reemplazaron a Agatha Cristie y Paulo Coelho. Nadie quería estar con ella ni aguantarle los interminables llantos y mucho menos su madre, por lo que se tuvo que ir a vivir sola. Aunque en realidad, más que irse a vivir sola, se instaló y vivió intermitentemente en mi casa y en la de su mejor amiga, con los consabidos y esperables inconvenientes.
Pero un día en casa teníamos fernet y zapatos nuevos, así que tuvimos que salir a bailar. Y unas semanas después Mariela se estaba maquillando y probando aros. Y entonces llegó la dieta y el gimnasio y el celular de Mariela se llenó de nombres masculinos. Y de golpe estábamos en Brasil bailando en la playa en medio de nudistas y divirtiéndonos como nunca antes.
Y Mariela ya no tenía miedo de que la encontraran en facebook sus viejas amistades y retomó psicología y, por supuesto, hizo un curso de italiano.
Y por fin llegó la noche de gloria, cuando salimos un Sábado a tomar algo y lo vimos a Juan Pablo tomando cerveza en un bar con un par de amigos con la mitad del cabello que tenía antes y con una cara de orto que volteaba. Y apenas el Lunes, Mariela descubrió que Juan Pablo la había agregado al facebook. Y apenas el martes, ya estaban chateando por el msn.
Y Mariela se enteró por Juan Pablo que Laura era caprichosa, inútil, llorona, adicta a los antidepresivos y que cada dos meses tenía un embarazo psicológico.
Un mes después de chats y mensajes, Mariela y Juan Pablo se juntaron a coger en un hotel. Él le dijo que le gustaría verla seguido, de vez en cuando, tipo huesito. Y ella le dijo que no tenía drama, pero nunca más se juntó con él a pesar de que Juan Pablo la invitó incluso a un fin de semana solos en las sierras.
Y entonces Mariela se dió cuenta que le daba lo mismo ver o no ver a Juan Pablo mientras él la llamaba 3 veces por día y se transformó en un radiador de alegría, triunfo, felicidad y éxito. Y hasta se le pararon un poco más las tetas.
Y uno de los que le miró las tetas fue Javier, un gringo de 30 años dueño de una concesionaria que juega al paddle todas las noches y que anoche le regaló a Mariela un anillo de plata y 86 rosas, “una por cada día que llevan juntos” (puajjjj!!).
Y yo necesitaba escribir todo ésto porque hoy al mediodía, mientras Mariela me provocaba náuseas contándome todas las frases románticas que le dice Javier, me dijo: “¿Sabés que pienso? Que si el Javi se hiciera un corte militar en vez de andar con los pelos así sueltos le quedaría mucho más cheto.”
Sí, estoy por comprar un bat de béisbol para molerla a palazos.
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